14 de octubre de 2012

A)

El suicidio también es una culminación de la vida. Los seres humanos somos una ínfima parte de todos los organismos que han poblado este planeta y, en un sentido biológico, la vida humana está sobrevalorada. La ropa, la profesión, las calificaciones, la pareja, el crédito. Cuando sabemos perfectamente que no hay un dios, que no hay recompensa, que no hay más milagro que la continuidad de la propia vida, la fecundación incansable de un óvulo por un espermatozoide, la desquiciada reproducción del zigoto para formar un diminuto ser que haya de cargar con el peso de nuestras desgracias o de nuestros aciertos (porque ambas cosas son un lastre), su consecuente evolución como guiada por desastres naturales fuera completamente de su alcance, de su conciencia; que no hay justicia ni equilibrio sino aquel que marcan los límites de los recursos... entonces, ¿qué?
La vida es un parásito de la propia vida y sus goces no son más que recursos para asegurar este devenir absurdo de otras vidas. Pues nada. A veces dan ganas de dejar de existir. Salirse de esta rutinaria y estúpida tradición de estar vivo porque eso es algo importante, porque hay otra gente, por los libros, las películas y las botellas de whisky.

Arroparse de la nada más absoluta. La vida es un movimiento de materia de aquí para allá, su origen es la nada y su fin es la nada. Desaparecer y dejar de sufrir y ser felices.