21 de julio de 2012

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Estoy jugando al papel de ser yo, el de imitar y converger con la imagen especular de mí mismo. Los múltiples estados microscópicos que debo reunir para que la masa de mi existencia sea, al menos fenomenológicamente, esto. Y sin embargo, cuántas permutaciones no podrían dar el mismo resultado. Un día podría ir caminando por ahí y encontrarme, mirarme en tercera persona, verme igual, idéntico, pero no ser el mismo. No ser Lo mismo.
En esas fisuras, en esos átomos que no convergen, en esa robustez que admite tantos fallos para dar el mismo resultado, las diferencias sutiles me permiten ser otro, moverme entre esa libertad que da lo caótico sin prestar demasiada atención a la abrumadora responsabilidad de mantener el equilibrio entrópico: el de representar un carácter desde mi nacimiento hasta reunirme con la nada. Contribuir al inexorable fin del universo consumiendo energía y desordenando todo. Porque soy información y también soy un proceso, lo momentáneo no existe.

El exterior nos define, apenas si damos un paso que no esté predeterminado. Empezamos como dos células unidas por interacciones químicas, y solo la posibilidad de esa unión da comienzo a la concatenación sin pausas y frenética del proceso de vivir. Somos una probabilidad, un cálculo de muchas funciones interdependientes. Pronto, inmediatamente, estamos envueltos en la lucha de la supervivencia. Las células se unen, se multiplican, se transforman y se vuelven un sistema que depende de lo que suceda afuera, aferrado a ser moldeado.

Interpreto la realidad. Mientras un perro ladra millones de ruidos lo acompañan y llegan en cascada a mis oídos que solo saben una cosa: un perro está ladrando. No puedo escuchar todo al mismo tiempo, sintonizo con una forma y paulatinamente emerge un patrón y conscientemente lo identifico.